De humanizarnos no se vuelve


Vivimos en un mundo donde se nos enseña a las mujeres a entender, apreciar, cuidar, amar y satisfacer a los hombres... pasamos la infancia viendo a nuestras madres y abuelas desvivirse en ellos y por ellos y crecemos teniendo que identificarnos con los personajes que ellos diseñaron, soñando las aventuras que ellos escribieron, confiando y memorizando la historia que ellos vivieron e interiorizando las políticas que ellos predicaron.
Desde ahí, es muy comprensible que entendieramos y empatizaramos con todas sus lógicas y enseñanzas, aunque lentas, cada vez fueron más profundas, pues a la par, nos enseñaron que la feminidad (innata según ellos) es triste y desgraciada, mientras vimos frente a nuestros ojos la masculinidad imperando valiente, encantadora, incluso comprensiva, anhelante de compañía. Fue así muy fácil para ellos, pues frente a toda abuela enferma se paró tapando un abuelo enérgico, y frente a toda madre quejosa se paró un padre práctico y dispuesto. Los avisos y expresiones que ellas daban, su agonía y falsa independencia, quedo resumida a quejas, locuras, detalles caprichosos y mal-humores, chillidos exagerados en códigos innecesarios.

Ser formadas en un sistema viril se tradujo en un lento y progresivo alejamiento de nuestra propia condición. Y listas, encontramos rápidamente en ellos el escudo y la esperanza.

¿Si te puedes identificar con el amor de tu vida, un padre o un ganador, para qué quieres verte en aburridas insoportables?

Nos enseñaron que identificarnos con la víctima es patético y escucharlas innecesario, sin embargo, tras todo lo glamuroso, la aparente pureza neutra, existe la otra verdad, aquella ignorada, ninguneada, asomándose en los márgenes de la vida de mujer, y que lejos de ser suprimida está muy en el fondo de nuestros recuerdos infantiles... un consejo, un susurro bajito pero constante, con sus vivencias advertirtiendo: "Tú sabes como es él" tiró una señora en algún almuerzo. "Son como niños" suspiró una madre entre amigas. "Voy a terminar enferma" refunfuñó ignorada la tía. "Estudia, no dependas de nadie" alguna abuela se atrevió. Nosotras, cegadas y desconectadas de ellas, muchísimo más unidas a la viril idea de que la experiencia de todas es la excepción y no la norma, jamás comprendimos realmente que entredientes significaban. En cada somatización, en cada crisis, en cada llanto, en la paciencia perdida y queja ignorada gritaron: así vive una mujer que aprende amar a un hombre. Ellas, usurpadas de sus madres tal como nosotras, desde la experiencia y enteradas del sacrilegio que cometían, nos susurraron, quizás sin darse cuenta, lo temido: éramos las próximas madres quejosas y abuelas enfermas. Y la angustiosa conclusión, que amarlos a ellos es una trampa profunda y dolorosa, pero por suerte, como toda trampa, es evitable e incluso una vez presas se puede escapar.

Como mujeres que aprenden a amarse al anhelar la real liberación, se trata de consecuencia reconocer esos mensajes y significarlos política, pues es también devolvernos a ellas: reconocernos usurpadas por una cultura ajena. Y una vez que eso sea hecho (de los hechos sobre las mujeres), si se abrazan, esas advertencias recordadas se volverán palabras dentro. Y si se decide por esa fuerza, entonces quizás se podrán gestar nidos de la más íntima revolución posible, puerta a reencontrar ese lugar desde donde todas las mujeres fuimos arrancadas: el amor entre mujeres.

De humanizarnos a nosotras mismas, no se vuelve.




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